"Irlanda es como la pintan, nunca mejor dicho. Pero yo quiero contar mi versión. Lo bueno y lo malo. Lo que me hace gracia. Y no pienso abrir artículo hablando del clima. Que por cierto es una mierda."

jueves, 30 de abril de 2020

Un paisaje de un Pub

Y la organización entre locales y visitantes


La ausencia de locales dejaba desnudo al lugar. La sensación es la de estar bebiendo en una casa de muñecas. Todo colocado en su sitio y ordenado. Todavía es pronto, ni siquiera el tenue hilo musical se ha puesto en marcha, aunque el fuego ya crepitaba con fuerza. Este es el paisaje de invierno de un Pub cualquiera.

Un par de eructos aburridos del barman me recuerdan que no estoy sola. Es el dueño del local en cuestión. Sus sonidos gástricos aportan al pub un toque hogareño, inspiran confianza. Estás en su pub y él lo sabe, y eres bienvenido.

Un "local" tempranero se adentra en el pub y se sitúa en el centro de la barra, seguramente atraído por los surtidores de cerveza de luces brillantes. Pide lo habitual, pinta de Guinness y Whiskey. Lo sé porque lo veo no porque haya oído la orden ya que el personaje es de Inishbofin y no he entendido una mierda de lo que ha dicho. Por las contestaciones de Ger, el tabernero, puedo percibir una conversación forzosa sobre el clima, luego sobre el tráfico y, como último intento, hablar sobre un asesinato cometido en la zona. No se da un caso así desde hace cuarenta años, comentan. Nada de estas pláticas cuaja dejando un silencio del tamaño de la barra. Afortunadamente, o que el alcohol anima las fiestas, al cabo de unos minutos encuentran un tema común que debatir. La liga de billar de Westport. La barriga de Ger se apoya contra la barra para hablar más apasionadamente del tema y no dejar que su interlocutor pierda detalle del último lance en la mesa verde.

Otro "local" acude a la cita interrumpiendo la gesta de Ger. El reciente individuo viene decidido y calculo, a ojo, que ya lleva dos o tres pintas puestas. Se le nota la tercera marcha dada y Ger ya está sirviendo la Guinness antes de que este ocupe el lugar estratégico de la barra. La esquina que, más que probable, la habitarán más amigos de la zona. Estos no tardan en llegar y Ger enciende la música.

Creedence Clearwater Revival se reproduce sin piedad a un nivel que no perturba a nadie. Pese a que el volumen no está alto, las voces y el movimiento me distraen de mi libro. De todas formas he calculado bien y no creo que mis compañeros tarden más de diez minutos. Se acerca la hora de la pinta.

Cuando un sector de los "locales" ha empezado a jugar a los dardos uno de mis conocidos entra en el pub. No hemos quedado previamente, simplemente es el sitio a donde ir. Me reconoce, me saluda de lejos pero no se acerca a mi esquina. Los saludos e introducciones no ocurren hasta que se tiene la pinta en mano. Llámalo como quieras, protocolo o prioridad. Me hace un ademán para que me acerque, comprendo que es para sentarnos en la barra, alejándome de mi aislamiento.

La hora de la pinta es también la hora de los visitantes. Estos se esparcen en las mesas alejadas de la barra y cerca del fuego, lugar que para los "locales" es demasiado caluroso ya que es difícil permanecer cerca de las llamas más de una hora. Los visitantes también intentan apoderarse de un hueco en la barra, ahora bastante demandada, pero los sitios libres a los dos lados del "local" tempranero permanecen vacíos. El hombre acosa incluso a la gente que pasa por detrás con alguna pregunta inteligible. Más tarde los asientos son ocupados por otros dos señores ebrios que parecen entenderse en el mismo idioma.

En la primera pausa para fumar la esquina de los locales se queda desierta. Nadie roba sus asientos o toca sus cosas. Mi compañeros, que ya somos una pequeña panda también salimos a fumar con plena confianza y dejamos nuestras pertenencias en la silla.

Y nada más. Lo mismo, los mismos en el mismo Pub. 

jueves, 23 de abril de 2020

La Manzana Podrida

<<... y entonces te abres por la mitad como si fueras una manzana, quitas lo podrido que hay dentro y te vuelves a cerrar.>>
Era una noche en la que nos habíamos quedado en casa bebiendo cubatas y, tras debatir sobre el papel del General Rommel en la segunda guerra mundial, sobre quién era la más paquete de nuestro equipo y tras tratar de recordar en qué momento cambiamos del vodka limón al 43 con cocacola, acabamos hablando sobre terapias alternativas contra la depresión. Una de las asistentes iba cada cierto tiempo a una bruja sacapelas que le recomendaba meditación y viajes intrapersonales a ninguna parte.

Nos estaba comentado el procedimiento de una de ellas y, he de admitir, era interesante. Como viajar al pasado y sacar la basura. Solucionado. Bebía mi copazo con escepticismo ante tal siniestro mental sin poder evitar prestar atención. Esto me recordó unas palabras de otra amiga sobre su experiencia en la renovación del carné de conducir:
-         ¿Ha experimentado usted en algún momento depresión, estrés o ansiedad?
-         Claro que sí, soy una persona humana
-     ¿Está tomando medicación?
-     No, pero me encantaría.
Lo que quiero decir en que cada uno lleva lo suyo a su manera, no sin el deseo de que las sombras se vayan a paseo.

<<...lo de la manzana es lo mas difícil.>>Concluía. Ya te digo difícil, como que no tiene sentido alguno.


Un sol cálido y amarillo se colaba por las cortinas convirtiendo mi ligera modorra en hormigón armado. A la hora de la siesta lo único que se oye son los soporíferos murmullos procedentes del salón correspondientes a los documentales de la 2. <<Es una mierda cuando ponen documentales de monos porque gritan y me fastidian la siesta>> suele declarar mi madre. Por suerte hoy solo se percibían sonidos de pajaritos y bosque.

Decidí tumbarme en la cama para ponerme en sintonía con el ambiente de la casa, pero algo atenazaba mi corazón y mi mente como una intoxicación. Era uno de esos días un tanto melancólicos. Aprovechando que mi cerebro se encontraba en un estado entre sueño y vigilia decidí hacer el experimento que nos había propuesto la colega. No perdía nada por intentarlo, a ver qué se cuece:

Inspira, espira... inspira, espira... inspira...
Cuenta atrás desde diez.
Me encuentro frente a una puerta que resultó ser la misma que la de mi sótano.
La abro y le siguen unas escaleras. En mi mente estas bajan en espiral y son de metal, como las de una biblioteca enorme y antigua, pero nada alrededor.
Sigo bajando hasta que estoy sumergida en completa oscuridad.
Abro otra puerta que da a un laboratorio. Tubos y botes con líquidos de colores. Parece un anuncio de un juguete para crear tus propias chuches.
En medio del caos hay una televisión con la pantalla en blanco. Me introduzco en ella.

En este momento supuestamente apareces en un momento traumático de tu pasado. Mi mente tenía claro qué época escoger y todo sucedió como un sueño y de forma automática.

Estaba en el patio del mi colegio. Hacia un frío que pela. Me situaba a pocos pasos de mi yo de 7 años. Estaba castigada en el banco de piedra a copiar cinco veces el cuadro de las formas verbales del verbo estar. Escribir con guantes es inútil ya que el lápiz se resbala, pero que mis dedos estuviesen o estuvieseran entumecidos y doloridos no se consideraba maltrato físico. La infección de los riñones por el frío tampoco.

Hay un par de castigados más con los que intento establecer algún tipo de complicidad, pero ninguno de los dos ni si quiera hace atisbo de escucharme. Están copiando lo más rápido posible para irse a jugar, aunque se tratase solo de tres minutos antes de la campana. “Malditos alienados”. Tenía cierto sentido de insurrección ante la autoridad para no acatar el castigo, pero he de admitir que también era cuestión de motivación: finalizar antes para jugar, ¿con quién?

Me quedo sola en el banco. Ya ni siquiera estoy copiando. No vale la pena. En ese momento me acerco a mi mini yo, mandando a la mierda el procedimiento – venga, vámonos. – me cojo de la mano. – ¿a donde quieres ir?

-A casa de la yaya - respondí rápidamente.

Atravesamos el campo de fútbol en el que se sucedían seis partidos simultáneos, uno por cada curso, y nos metimos en el coche. Conduje el seat 127, maquina a la que le he tenido más cariño que a muchas personas, hasta nuestro destino.
Entregue mi joven versión a mi abuela. Ha sido bonito volver a verla. Me deje pasar el día con ella, sin adultos a los que tuviese que hacer la comida y servir interrumpiendo un abrazo o alguna historia.
Me di ese respiro pero algo no funcionaba. Tenía que volver. Me había quedado dormida siendo mecida en la butaca. Me aparté suavemente de los brazos de mi abuela. Era hora de devolverme al cole.


El recreo había terminado y me incorporé directamente a la clase.
Negándome a dejarme sola en el transcurso y práctica del feliz aprendizaje decidí quedarme un poquito más antes de irme, pasando de hacer la estupidez de lo de la manzana.

Veo como me siento obediente en mi pupitre. Saco mi libro, mi estuche y, tímidamente, mi cuaderno. No he hecho los deberes e intento tapar el crimen con las manos en lo que dura la corrección en voz alta de los ejercicios. La profesora se percata. El apellido me ha jugado una mala pasada y me ha tocado todo el curso, gracias al orden alfabético, un plano general de la mesa de la maestra y su ilustre presencia.

- Corrige el siguiente ejercicio – Me dice, saltándose el orden de fila.

“qué asquerosa es.”

-         N-no lo tengo - El corazón a cien. Se siente como el fin del mundo.

-         Si ya te veía. ¡Lo estaba intentando tapar con las manos! – se burla dirigiéndose al resto de la clase y me imita recreando el gesto de mis manos añadiendo voz de mongola a su actuación.

“malparida”

-         Pues ya sabes – castigada.

“imágenes del holocausto me causan menos pena que tu, despropósito humano.”

Cinco rayas al lado de mi nombre en la esquina de los castigados en la pizarra. Ni en el peor de mis curros me han dejado cinco días sin mi descanso. Llevo ya tres días teniendo que cumplir seis.
Delante de todos mis compañeros tengo que añadir la humillante línea. Sus miradas y su juicio se sienten como un suspiro frío en mi nuca. Mis manos tiemblan una vez más y lo único que siento es vergüenza, extrema soledad y ganas de llorar. Hecho que empeoraría la situación. La presión hace que todas mis fuerzas se enfoquen a no dejar caer ni una lágrima causándome dolor de estómago.

Me gustaría que en esa época me hubieran facilitado lecturas como “teo se enfada porque le han tocado mucho los cojones” o series como “las tres mellizas y la profesora asquerosa”. Cuando eres pequeño te enseñan que enfadarse es malo, independientemente de los factores, y menos contra la profesora. Saber cuando mandar a alguien a la mierda es algo que se aprende con el tiempo según se te van abriendo los ojos, en este contexto no pude evitar decirle un par de cosas a la docente.

“Aquí lo único podrido eres tú.”

viernes, 17 de abril de 2020

Un atarceder en Galway

Y la pérdida del individuo frente a la masa entre la basura

Galway, ciudad universitaria. Destino alcohólico y de consumo. Ambiente joven y cultura irlandesa, rozando los límites de la invasión turística pero sin llegar a convertirse en un Carroll`s gigante como Dublín. Mi visita nada tiene que ver con los aspectos anteriores. Haciendo uso del eficiente y lustroso transporte del país me había levantado a las cinco de la mañana e iba a volver cerca de las once de la noche a Westport tras haber hecho un examen de apenas media hora en Limerick. El segundo trasbordo del día en Galway coincidía con la hora de la dinner. Hacía sol, ese era el milagro, así que me compré comida para llevar y me he fui a la costa. El atardecer se presentaba interesante. Intento hacer una foto con él móvil con la última raya de batería, el resultado deja mucho que desear así que me aumenta la mala hostia que traía desde Limerick. Pero aquí me encuentro.

Respecto al último tramo que me ha traído a este plácido lugar he atravesado la zona del Spanish Arch situado en la desembocadura del río. Un día soleado como este tras la temporada de exámenes los estudiantes se apiñan en grupos inundando la orilla con su juventud. Según iba avanzando tratando de no pisar a los jóvenes adultos me percato de que es difícil ver el suelo de la mierda que hay. Bolsas de plástico, latas de cerveza, botellas... Estas generaciones que festejan rodeadas de su propia mierda son, junto a gran parte de la población, los que ocultos tras las pantallas de sus dispositivos se preocupan por el Amazonas y se horrorizan cuando se destina dinero a Notre Dame. Todo eso dejando la bolsa de crisps vacía a dos palmos del mar. Pero lo peor que me estaba encontrando no es la absoluta hipocresía y pasotismo ante el medio ambiente, sino la banda sonora que me estaba acompañando en mi travesía. Gracias a los móviles o de los bluetooth speakers cada pequeña colmena se estaba montando su propia fiesta. Pero todos y cada uno de los grupos escuchaba la misma mierda. Trad, Pop moderno, ni idea, como lo llamen. Como cinco veces en treinta metros me pareció oír a Billie Eilish. Sin distinción entre grupos o individuos respiré feliz al acabar de atravesar la masa uniforme de gente y basura. 

De todas formas agradecer al pésimo y bullicioso panorama que me hizo andar más lejos y llegar a la zona de la playa donde no había ni dios.  En ese momento que estaba en el humor ese de que no se me acerquen ni niños ni perros, opté por la medicina natural. Mirar las vistas.

Sin ningún dispositivo de captura de imagen no me queda sino describir el cuadro. Si tuviera que describirlo con un sentimiento diría que me duele más el no haber traído la cámara que el haber perdido el autobús por pava con el cual estaría ahora ya en mi casa. Si tuviera que describirlo con palabras diría que el mar es rosa, el cielo se dibuja en líneas, que nunca había visto antes ese azul y que la gente no son más que lejanas siluetas a contraluz, que es como si no las viera lo que me satisface enormemente al estar cansada hoy del género humano.

jueves, 9 de abril de 2020

Clare Island

Mi experiencia y recomendación de la visita a la preciosa isla de Clare



Mierda, migraña. Suena la alarma pronto por la mañana alejándome de mi situación de letargo incómodo ocasionado por un dolor en la parte frontal derecha de mi cabeza. Aún es leve pero irá a más, que me conozco, e irse no se va. Pero lo que realmente me despierta son las palabras de mi compañero que con entusiasmo me contagia la ilusión del momento. Habíamos organizado una escapada a Clare Island, uno de sus destinos favoritos y al que yo había insistido en ir desde hacía tiempo. La aventura: viaje en ferry, pasear por la Isla, ver los acantilados y disfrutar del día que prometía sol. Prometía, pero no acababa de cumplir.

Mi migraña y yo nos preparamos e introduje mi cuerpo en el taxi que nos llevaría al puerto más cercano a la Isla, en Roonah Pier.  Mi muchacho llevó a cabo toda la conversación con el taxista ya que mi inglés se había limitado a “hello” y “yes”, o más bien “no”. Me dediqué todo el viaje a mirar por la ventana viendo como las gotas de lluvia se escurrían por el cristal, intentando sentir el frío en la frente para calmar mi ardiente cerebro.

Para cuando llegamos a la zona de embarco el frío viento ya se me estaba colando por el cuello haciendo de la espera a la intemperie algo incómoda en instaurando el frío en mi cuerpo para todo el día. El mar, por su parte, se agitaba cada vez más demorando el amarre del barco al puerto. Al fin pudimos montarnos y nos sentamos en el camarote de pasajeros. El ferry se balanceaba, no me causaba mareo alguno, solo un ligero acojono justificado al ser una nueva experiencia. Al cabo de un rato, ya en ruta, decidí dejar de mentir y sugerir el ir a fuera a tomar aire fresco. Al estar el clima como estaba nos dejaron asomarnos solo a la parte de atrás donde me agarré a una cosa de barco ignoro el nombre, y ahí me quede pegada al cacharro como un gatete, subiendo y bajando,  admirando las olas.

Una vez en tierra, veinte minutos después, el sol por fin se había dignado a aparecer y calentaba el ambiente con una luz cálida. Nos dispusimos a empezar la ruta. Como es normal en esta zona los paisajes y ruinas son humildes pero bonitos. Así poco a poco mi guía y compañero me fue descubriendo uno de los castillos de Grace O’Malley, una pequeña playa rocosa, el puerto y el único pub de la isla. Esto fueron diez minutos. La zona poblada es minúscula y en nada estuvimos envueltos de verde y ovejas. Lo que me llamó la atención fue el aspecto post apocalíptico del pueblo. Los coches, viejos, descoloridos, rotos. Lo que creía que era un desguace resultó ser un parking. El misterio es que, al no llegar la autoridad a esta isla, los habitantes se pasan las restricciones por el forro de los asientos. Para qué arreglar una puerta si la puedes arrancar, utilizarla como parte de la verja para las ovejas y tapar el agujero del coche con cinta americana para que no te entre la lluvia. ¡Para qué ir a Cuba teniendo Clare Island!

Lo de los vehículos me pareció harto curioso y archivé debidamente los detalles en mi memoria. Lo de expresar entusiasmo alguno no podía sucederse dado el aumento de mi dolor de cabeza, así que mi pobre acompañante, desesperado y molesto me empezó a preguntar que qué me pasaba y si estaba bien. “Nada, que tengo migraña”. Él, que algo me conoce, me dice “lo que pasa es que tienes resaca de ayer.”.
-         Que no, que es migraña- Contesto contundente y convencida. No es posible que sea resaca ya que con el pretexto de la excursión de hoy ayer me retire temprano tras solo tres pintas y un whiskey.
-         Tienes migraña porque bebiste.- Deduce y se resigna a continuar la caminata con el muerto viviente.
-         Que no.-

Pese a que la migraña no solo actúa en mi cerebro sino que baja por el cuello y me acaba causando que me de mala gana todo, hice un esfuerzo y saqué la cámara. Tenía que hacer foto a esos verdes, a esos azules. A las ovejitas con crías. A la luz. Casi no podía mirar por el visor así que confiaba en poner bien los parámetros técnicos y disparar. Ni siquiera tenía la esperanza de estar haciendo buenas fotos, pero tenía que hacer fotos.

Arrastrando mis pies llegamos el punto álgido de la visita, los acantilados. Me tumbé en la cálida hierba y me asomé. Impresionante. Y así tumbada viendo como chocan las olas contra las negras rocas y viendo a las gaviotas volar de extremo a extremo me empezó a dar una modorra de lo más apacible. Siestecita. Con la afirmación de “un acantilado no es el mejor sitio para dormir” el muchacho me insto para abandonar ese puesto que yo no habría abandonado en mil años de lo bien que se estaba. Pero hice caso suponiendo que razón tenía aunque, dormir, dormir, no me iba a quedar frita. Imposible con migraña.

A la vuelta mis ojos dijeron basta y declararon objeto non grato a la luz. El viaje en ferry fue apacible y soleado. Me lo pasé intentando absorber el calor de la madera en cubierta, esta vez la parte de delante. La espera al coche para volver coincidió con la caída del sol sobre Caher Island. Sobrecogedora imagen a la que hice caso por obligación ya al borde del lloro por el dolor y del congelamiento por el frío.

Una vez en casa en la oscuridad dispuesta a apagar el sistema sin actualizar y triste, pensando en el día que había perdido de no haber estado mala, la isla volvió como si se tratase de diapositivas. Sobre el negro iban apareciendo los colores y las formas, el verde, el rojo, el sonido del mar a la vez que (gracias a la aportación del Ibuprofeno) se me iba descongestionando la cabeza.

Y las fotos... menos mal que tengo las fotos.
Volveré.


jueves, 2 de abril de 2020

COVID-19 o que poca gente me cae bien

sobre la oportunidad que tenemos de hacer historia. Tú, yo, él y unos cuantos millones de pringaos más.


-... y nos refugiábamos en el campanario, que seguía sonando mientras caían las bombas. Pasaba mucho miedo y las campanas me daban mucho respeto. Me tapaba los oídos muy, muy fuerte ¡qué ruido! Acababa siempre con dolor de cabeza. - No era la primera vez ni sería la última que mi abuela me contaba la anécdota del campanario, una de tantas de las historias de la guerra. A mí, que me contase lo que quisiese, que me parecía harto interesante. Por entonces tenía seis años y estos relatos, para mí y para muchos de generaciones colindantes, fueron las primeras nociones históricas que tuvimos.

-Yaya, ¿Cuándo será la próxima guerra?-
-   ¡Ay, calla! Nunca, si Dios quiere.-

La manera en que se narraban esos relatos me había dado una visión de la historia cíclica. La guerra parecía algo que tenía que suceder en la vida de uno. Naces, vas al colegio, trabajas, tienes hijos, pasas una guerra, nietos, y mueres. Algo normal, rutinario.

Luego vas al colegio y en clase de historia te enseñan los acontecimientos como algo lineal, como si el fenómeno de acción-reacción se distribuyese en parejas y se desvaneciese. De hecho están organizados en temarios y una vez te examinas de uno te puedes olvidar de él para abordar el siguiente. Para finiquitar, la Gran Cagada, o la Gran Guerra, causó la Segunda Guerra Mundial y de ella nuestra sociedad aprendió a no cometer los mismos errores de nuevo. Todos amigos tras la creación de la Unión Europea y al malo localizado, definido e identificado; y por si acaso, caricaturizado. Eso y el temario de la transición española que nunca se llegaba a dar en clase (coincidía con los primeros rayos de sol de verano) eran las nociones históricas más relevantes de nuestro tiempo y geografía. Franco ha muerto y el bando de los buenos bien definido, todos tranquilos y felices. Lo siguiente, San Mateo.

Pero nada es tan simple, y menos la historia. No importa cuán lejos en el tiempo se sitúe un suceso que aún hay divergencias. Pero el libro de texto el mismo para todos, igualdad de oportunidades. Las estrategias bélicas caducan y reinventan. Las amenazas evolucionan pero no desaparecen. Quién sabe a qué se enfrenta nuestra generación, la del internet. Lo más paradójico de la crisis en que nos encontramos hoy en día es que ya no hay grupos que se pelean y se matan, si no que estamos en un enfrentamiento simultáneo entre todos los individuos del planeta. Mi opinión ante esta crisis o cualquier otra es que dudo mucho que estemos preparados, creo que somos la generación menos preparada de la historia. Viene una hostia.

Admito el vértigo y el miedo que me causa esta reflexión a la que muchos ya habréis llegado o estaréis intentando ignorar, pero prefiero estar alerta. ¿Seremos nosotros la próxima generación que cuente nuestra vida con fotos eternas de gente joven?