Había muerto en un accidente de coche. Estaba felizmente
transitando los 27 cuando sucedió. Mi alma y conciencia han regresado a casa en
la cual me encuentro en arresto domiciliario, donde iba a pasar largos años de
penitencia.
Aunque fuera verano, lo sabía por las ropas, por lo que
habla mi familia o, simplemente, por la fecha, para mí el exterior siempre es
otoñal y frío. Un cielo gris nublado viste a la calle de blanco y negro. Si
decido alejarme de la casa lo que me encuentro es un eterno descampado poblado
por algún árbol muerto, seco y solitario. La tierra es ceniza.
Estoy presente para mi familia. Pueden verme. Puedo incluso
hablar con ellos. El tiempo para mí funciona diferente y los meses pasan sin
que yo tenga conciencia de ello. Pese al consuelo que es poder interactuar con mi
familia el luto por mi pérdida se ha ido desvaneciendo lo que hace que cada vez presten menos atención a mi presencia. El dolor va dejando
paso a la vida.
Soy un ser sin propósito. No tengo metas ya que no las puedo
cumplir. No tengo problemas ni estrés. Nada que contar más que recuerdos.
¡Tenía tantos proyectos!, ¡tanto que hacer todavía! Ahora ya no hay nada de
eso.
Mi hermano y mi padre hablan de trabajo, mi hermano ya tiene
su familia y preocupaciones. Mi madre está ocupada con mi nueva hermana, un
bebé nacido tras mi ausencia. A mí solo me queda alimentarme pasivamente de su
felicidad y observar impotente cuando están tristes. Y sin sueños que cumplir.
Entonces comprendí que era un alma en pena.
Comprendí que la barrera que se extendía entre los demás y
yo era más fuerte que la distancia o el tiempo. Era la vida y la muerte, estaba
sola dentro de otra realidad en el mismo sitio. La sensación extrema de soledad
y falta rumbo me estaban hundiendo en la melancolía.
Decidí que quería volver a vivir. Algo en mi concepción de
la realidad me decía que tenía la opción de acabar con esto. Me concentré para
revivirme, en recuperar mi cuerpo. Empecé por mi brazo intentando que
apareciese carne sobre el contorno de mi alma traslúcida. Unos huesos secos
aparecieron, ennegrecidos. El músculo empezó a crecer a tiras pero parecía
cecina. El proceso se quedó a mitad pese a mis esfuerzos con esa especie de
rama seca que tenía ahora por brazo. Algo no estaba saliendo bien y entonces lo
comprendí: no podía volver a la vida. No era posible. Estaba muerta.
En ese momento me desperté.
“¿Qué cojones?”
�������� sigue así... me encanta!!!
ResponderEliminarLo triste de todo eso es que a veces no hace falta estar muert@ para sentirse asi...